Noche en vela

Lo mejor que puede tener una casa en las sierras del sur son buenas paredes que mantengan el verano a raya. Ni un climatizador silencioso ni un ventilador Katrina se pueden comparar a las bondades de medio metro de piedra encalada, y las del salón de la Tita, el de la planta de arriba, no tenían nada que envidiar a las Murallas de Jericó en sus mejores años.
En la noche más cálida de la década los muros blancos otorgaban mayor placer y descanso que los colchones que habían esparcido por el suelo. No había habitaciones suficientes para acoger a toda la familia que había venido a pasar unos días de vacaciones, así que habían decidido acolchar el amplio salón y dormir todos juntos. Apiñados al principio, como hace la gente que se quiere, habían aguantado casi una hora de contacto humano hasta que, poco a poco, comenzaron a rodar hacia las paredes frescas. Pronto decoraron la estancia con zócalos humanos, abrazados al ancho tabique como lagartijas, y así, abandonando el cariño asfixiante de las sábanas, se quedaron traspuestos, todo un logro cuando se estaba a tantos grados por encima de la barrera del sueño.
El más pequeño pasó de nivel y se dejó caer al suelo; su colchón tenía la cualidad de retener el calor y la desesperación lo hizo huir de lo mullido como hacen los caracoles de una olla hirviendo. Allí, arrinconado entre la losa y la cal, fue donde vio al fantasma.
La modorra entre el sueño y el calor no le dejó reaccionar en un primer momento. Después, el más profundo de los terrores tomó el mando y lo paralizó. Únicamente los músculos de su cara tuvieron el valor de moverse para moldear una mueca de pánico tan blanca como las paredes.
La masa esplendente que había aparecido en el pasillo junto a las escaleras flotaba despacio hacia el salón. Las farolas de la calle y la oscuridad de la casa remarcaban su silueta, amarillenta después de muchos lavados con lejía.
El fantasma sabía que el niño estaba despierto y lo marcó como objetivo. Del interior de las sábanas del color de los huesos viejos salió un lamento horrendo:
«Uuuh», se quejó la aparición.
El niño chilló de tal manera que su padre se atragantó con los ronquidos. Todas las ramas del árbol familiar se despegaron de las paredes agitando brazos y piernas, alarmados por lo agudo que podía resultar el alarido de aquella poca cosa de crío.
El siguiente niño que vio al espectro secundó la paranoia y unió sus pulmones a los de su primo. Así hizo también el resto de la infancia presente mientras los adultos legañosos mandaban callar o reían, los cabrones.
Entonces, la fina línea entre la diversión y el pavor verdadero adelgazó súbitamente cuando el primo más valiente se levantó de un salto y cargó con pasión templaria contra el fantasma. Acabó en un pestañeo con los tres metros que los separaban, embistiéndolo con una fuerza considerable para tener ocho años y empujando al alma en pena hacia atrás.
«¡La Tita! ¡La Tita!», gritó alarmada una de las madres cuando el fantasma perdió el equilibrio y se pisó las sábanas al borde de la escalera.
Estuvo rápida: sacó a tiempo una mano que encontró la barandilla y todo se quedó en un culazo contra el primer escalón.
«Ay, ay», gimoteó, ahora con verdadero sentimiento.
Viendo al enemigo flaquear, el cazafantasmas se inflamó de gloria y corrió de nuevo dispuesto a matar o morir.
«¡El niño! ¡El niño! ¡Coged al niño! ¡Que va a matar a la Tita!», avisó otra de las madres.
El padre más cercano alargó brazo y sonrisa y capturó al bravo, que no dejó de berrear y patalear ni cuando fue alzado en el aire.
«Ay», se lamentaba el fantasma. «Ay», dijo una vez más. «Que me meo», declaró con voz entrecortada.

El enorme cardenal del culo, premio por un retorcido sentido del humor, tardó en desaparecer el resto del verano.