El hombre de blanco

En un bello mediodía de primavera en Alta Definición nos sentábamos en los veladores de los 100 Montaditos, todos con nuestras gafas de sol, jarras de cerveza barata —muchas de las cuales adornan las cocinas de algunos— y alegría porque Noemí había venido a pasar el rato con nosotros. Iba picando el hambre y tratamos de manipularnos los unos a los otros para encontrar al pringado que iría a la barra a pedir un mísero plato de papas fritas que pagaríamos entre todos, como buena comunidad de pobres. Para hacer más amena la dura tarea de levantarse, encargábamos a menudo lo nuestro dejando un nombre que quedase gracioso cuando nos llamaran. Usábamos mucho el clásico «un aplauso» y «silencio» porque así sonaba por megafonía «un aplauso, por favor» y «silencio, por favor», pero por supuesto no nos quedamos ahí: por los altavoces sonaron cosas como «por favor, por favor», «John Connor, por favor», «Robocop, por favor», «qué hartura, por favor», «que gane el Betis, por favor» y un repaso a la plantilla de New Team. Lo típico. Sin embargo, la cadena fue perdiendo sentido del humor y poco a poco aquella ancestral costumbre fue relegada —al mismo tiempo que la calidad de sus productos— en nombre de la seriedad comercial y la imagen pública.
Por fin un valiente regresó con el plato y sus salsas de bote. Faltó tiempo para que arrasáramos con todo, pero uno, no recuerdo quién, nos detuvo y señaló más allá de las mesas con el tenedor de plástico.
«Allí está».
«¿Quién?», preguntó Noemí.
«El hombre de blanco», dijimos con solemnidad.
A paso lento bajo sol erraba un muchacho que llamaba a la treintena, vestido con vaqueros, una camisa blanca reluciente de anuncio de detergente y unas gafas de sol —imprescindibles en días como aquel— que parecían más caras que todas las nuestras juntas. Manoseaba compulsivamente una botellita de agua al ritmo de sus pasos que nunca le llevaban muy lejos, pero tampoco muy cerca: rondaba siempre los mismos escasos metros cuadrados, sin hacer otra cosa que esquivar con elegancia a los peatones y bicicletas que se cruzaban en su mínima trayectoria.
«Es mono», contestó Noemí. «Pero ¿quién es?»
«No lo sabemos», contestamos. «Aparece ahí cada día y casi no se mueve del sitio. Da unos pasos adelante y luego se da la vuelta, siempre con la botella de agua en la mano. No hace otra cosa. Llevamos viéndolo hacer eso, no sé, ¿años? Por lo menos dos años, diría. Unos meses menos, si eso te ha parecido mucho».
«¿No le habéis preguntado nunca qué hace ahí?»
«Por el amor de dios, claro que no», dijo una.
«Eso lo estropearía», aclaró otra.
«No entiendo», dijo Noemí.
«Es que no queremos saberlo», contestamos. «Lo vemos ahí de pie siempre y jugamos a suponer cosas. Nos inventamos motivos para estar de pie al sol cada día, siempre en el mismo punto, cerca de las mesas, pero sin llegar hasta aquí ni a alejarse».
«Es un folio en blanco. Jugamos a rellenarlo», aclaró alguien.
«Por ejemplo, yo pienso que es un espía, o un informador, y cada día espera a su contacto para que le pase un microfilm con cosas chungas. O tal vez es un hitman y está esperando su siguiente misión».
«A mí me gusta pensar que es un enamorado. Su novia o novio se fue a Afganistán a luchar contra los talibanes y cada día aguarda su vuelta en el último lugar donde se vieron».
«Es un fantasma. Repite los momentos previos a su muerte una y otra vez. Algún día cuando no me dé pereza investigaré si alguien murió en ese punto de la calle».
«Está claro que está drogado. O con resaca. Las gafas de sol y la botella de agua lo demuestran. Y como está en paro, o tiene mucho dinero para camisas blancas y demasiado tiempo libre, se queda mirando la vida pasar».
«Es un ángel que vela por nosotros».
«Es un traficante. Clarísimamente. Está ahí para que sus clientes le vean, y son tan buenos todos que no somos capaces de percibir las transacciones, los trapicheos».
«Tal vez reúne fuerzas para dar el paso y declarar su amor a la bella dama que pasa por ahí cada día».
«Es muy probable que tenga algún problema mental y que deambule con sus cosas».
Noemí nos escuchaba atenta, asimilando cada teoría con entusiasmo, muy sorprendida de que hubiésemos puesto tanta energía a lo largo de tanto tiempo en un juego que jamás llegaría a ninguna parte.
«No todo en esta vida necesita ir a algún lado, amiga», le respondió alguien.
Bebimos.
Noemí no dejaba de mirarle.
«Voy a preguntarle».
«¡No!», gritamos. «¡No vayas! ¡Robará tu alma! ¡Te venderá drogaina! ¡Te dirá que te quiere!»
«Por favor», insistimos. «No lo queremos saber, perderá la gracia».
Pero ella ya se había levantado y se dirigía hacia el hombre misterioso. Nos tragamos nuestras protestas. También queríamos saber. Queríamos acabar con la agonía de fingir que no nos habíamos quebrado la cabeza durante dos años con aquel tema.
Desde nuestra mesa vimos como Noemí tocaba el hombro blanco del muchacho, quien se sorprendió de que alguien quisiera entablar contacto con él. Notábamos cómo se ponía a la defensiva y también cómo su alerta de seguridad se venía abajo cuando Noemí le sonrió. Tenía ese efecto en la gente. Más si jugaba con su melena mientras hablaba.
Dialogaron durante dos o tres minutos que parecieron cientos. Finalmente se despidió y volvió a la mesa.
Como buena reina del espectáculo, primero bebió un poco de cerveza y esperó hasta sentir sobre ella todos nuestros ojos ansiosos.
«Trabaja en los Montaditos. Se llama Roberto. Está ahí vigilando para que nadie robe vasos. Por lo visto la gente no para de mangarlos y le cuesta un montón de dinero diario a la empresa».
Durante un rato nadie dijo nada. Estábamos partidos en pedazos. Meditamos mucho sobre la admiración que nos despertó Noemí por enfrentarse a lo desconocido con tanta clase. También sobre la culpabilidad por esas jarras que habíamos contribuido a repartir por las estanterías de los pisos de estudiantes, la nobleza de un tipo que diariamente cumplía con uno de los trabajos más tediosos de la humanidad y el desasosiego por conocer que en realidad el hombre de blanco, el de nuestra mitología cotidiana, era, sin más, Roberto.