Del Poderoso Jarl de Orcadas Sigurd Eysteinsson, noble de rebote, gobernante justo y tramposo jugador; su encuentro con Colmillo Màel Brigte y lo que aconteció después según hemos podido saber

«Es más fácil obtener lo que se desea con una sonrisa que con la punta de la espada».
William Shakespeare

Los registros dejan bastante que desear en cuanto a detalles que ayuden a perfilar la tridimensionalidad de los personajes que protagonizan este suceso acaecido hace ya más de mil años en los territorios del norte de Escocia. Aun así, con los datos de los que disponemos, trataremos de hacer notar aquí el que viene a ser, por triste que resulte, el único episodio que la Historia considera reseñable en la vida de alguien que, supuestamente, hizo muchas cosas sabias y honorables.
Por aquel entonces los vikingos no dejaban de dar por culo en Noruega y el Rey Harald Pelocuqui —a mi parecer, la traducción más acertada para Fairhair— dijo basta dando un golpe en la mesa, reunió un gran número de naves y partió en busca de los malnacidos para hacérselas pagar. En uno de esos navíos viajaba el protagonista de esta historia, un muchacho llamado Sigurd Eysteinsson que estaba destinado a grandes cosas.
Cuando llegaron a la región de Orcadas se puso un día muy bueno para invadir el archipiélago, porque a Harald le molestaba que vinieran a su tierra a liarla pero no tenía problema alguno con ir a casa de los vecinos a quedarse con lo que le viniera en gana; y, una vez eliminados los irritantes nativos, señaló a Rognvald Eysteinsson, hermano de Sigurd, y lo nombró Jarl de Orcadas. En términos nobiliarios equivaldría a conde, lo que vestía muchísimo el currículo de Rognvald, pero este señor consideró que no se le había perdido nada en Escocia y le cedió el título a su hermano pequeño, como ocurre con las prendas de ropa y las bicicletas en toda buena familia.
En un giro inesperado de los acontecimientos resultó que Sigurd era un buen Jarl. Nuevamente los registros son vagos y tan sólo declaran el trillado «reinó con justicia, sabiduría y llegó a ser muy poderoso», aunque eso nos vale para entender por qué lo llamaron Sigurd el Poderoso. Sin embargo, porque morbosa es la Historia y quienes la transmiten, sí ha llegado hasta nuestros días el minucioso relato de su fallecimiento.
Atentos.
Entre los múltiples hobbies de Sigurd se encontraban la gastronomía, pasear por el campo, divertirse con sus amigos y conquistar ciudades vecinas —el sudoku de la época—. De cuando en cuando se aliaba con alguien y marchaba hacia el sur, adentrándose en Escocia. Aquella vez llamó a Thorstein el Rojo y juntos se fueron en busca de jaleo y escrituras de poblados.
Entra en acción aquí un señor llamado Màel Brigte, o Maelbrite, o Molbrit, dependiendo de las fuentes, pero todo el mundo coincide en llamarle Colmillo. Ahora bien, el apodo no era un título conseguido por su agilidad con los puñales, ni por ningún collar curioso hecho con la dentadura de un animal o de un enemigo. Le llamaban Colmillo Màel porque tenía los dientes más feos, retorcidos, grandes y prominentes que existían más allá del Muro de Adriano, y porque los de su pueblo eran unos cabrones insensibles.
A Colmillo Màel no le gustaba para nada la actitud de Sigurd el Poderoso; veía con mal ojo y peor dentada esas escapadas con ánimos de conquista y acabó celebrando un referéndum para ver si salía a su encuentro a partirle la cara. Sorpresa, sorpresa: salió que SÍ.
Como buenos hooligans, Colmillo y el Poderoso se pusieron en contacto y acordaron día, hora y sitio para pegarse, cada uno llevando cuarenta colegas con ellos para que el encuentro fuera lo más suntuoso posible. Hay que decir que a Màel todo esto le rechinaba los dientes. No se fiaba del invasor noruego, y hacía bien; lo que hizo mal fue no prepararse si tan seguro estaba, pero en fin. Su problema, no el mío.
Llegó el día y Sigurd se presentó con cuarenta cabalgaduras. Cada una con dos jinetes.
«¡Lo sabía!» gritó Màel, probablemente, y se volvió hacia sus muchachos.
Otra vez los registros nos fallan, pero al parecer les recitó una arenga digna del Enrique V de Shakespeare y todo el mundo se engoriló. ¿Qué tenían que temer ellos, hijos de Escocia, poetas guerreros, frente a un lugarteniente de Pelocuqui? Bastaba, les dijo, que cada uno matara a dos para acabar con la tontería.
Los escoceses fueron masacrados sin mesura ni consideración. Sigurd, ese a quien los historiadores pretenden colarnos por justo y honorable, ganó haciendo trampas y encima le pareció bien firmar la matanza como a él le gustaba: ordenó a los suyos decapitar todos los cuerpos enemigos y colgar las cabezas de las sillas de montar como si fueran dados de un espejo retrovisor. Por supuesto, como era el jefe, se pidió la cabeza de Colmillo.
Por fortuna para nosotros la cosa no acabó ahí, porque si no todo esto sería simplemente un martes cualquiera en el Siglo IX.
Una vez los noruegos descansaron y prepararon todo, partieron de vuelta a casa pronto para que no les pillara la noche en el camino. La marcha fue bien y los trofeos sanguinolentos se balanceaban por el costado de los caballos que daba gusto, sobre todo el de Màel Brigte. Cuentan los registros, esta vez sí, que en una de las veces que Sigurd espoleó su montura la sonrisa de caóticos dientes de su enemigo abatido le rozó la pierna de tal forma que le causó un corte mínimo.
«Vaya con el muerto», y la columna de guerreros tronó con carcajadas durante un buen rato.
Todo fueron risas hasta que el arañazo se infectó, porque, claro, Màel era un tipo estupendo, pero nunca se lavaba los dientes ¿Para qué? Nadie se le acercaba con esa boca.
No tenemos más detalles. No conocemos cuánto tiempo pasó ni las movidas que se comentaron en casa a la vuelta, siendo el último apunto de esta historia que Sigurd I el Poderoso, Primer Jarl de Orcadas, murió con muchos dolores, fiebres y muy poca seriedad para la Historia. De la cabeza del Màel Brigte no se supo nada más, tampoco, para lamento de sus seres queridos y de la Odontología Universal.